
Hay veces que tu cuerpo te traiciona. Te dá los desafios más grandes y absurdos que jamás creías te lo ibas a pasar. Y sigue por años, a veces para siempre, enseñándote que tú no mandas en él por más que creas tener el control.
¡Es TU cuerpo! El que naciste y creciste, y en el que ya vives por años y que crees conocerlo mejor que nadie.
¡Cuánto te equivocas!
Tu cuerpo es un mundo propio en que lleva un cerebro en el topo que te hace creer ser el dueño de todo. ¡No eres el dueño ni de tu cerebro! A veces creo que este, con tus otros órganos, y la piel, y la sangre, y las venas y arterias, y nervios, se van de marcha, a tomarse unas copas, solo para poder hablar de ti. Se ríen de nosotros tomándonos el pelo.
Pero insistimos en querer dominarlo. Muchas veces, él se lo deja. Nos dá un poquito de control para que podamos descansar y nos enorgullecer de lo que hacemos por nosotros mismos.
Y hacemos deportes, mucho o moderadamente. Comemos lo que debemos para estarmos sanos, saludables. Unas veces nos escapamos a las reglas… Bueno, hay que tener unos pequeños placeres, ¿no?
Hasta que todo se cae… Como un castillo de cartas, te caes. La caída puede ser grande o pequeña, no importa, es tu caída. Puedes caer por una pierna rota, o por un AVC. Un mal de tripas o un cáncer. Y te lo puedes llevar de muchas maneras. Con gracia, con inmadurez, con fuerzas, con pánico. Puedes ignorar hasta el punto en que no haya nada más que hacer. Puedes acabar con todo antes que lo acabe contigo.
Pero siempre crees que vas a tener algún control. ¡Qué tontito! Recuerda que ni tu cerebro lo controlas, ¿no? Él te tira los pensamientos como al aire, se los controla, se los crea. Y tú te peleas con ellos todo el tiempo: ¡Voy a ser fuerte! ¡No aguento más! ¡Soy un guerrero, valiente! ¡Me faltan fuerzas!
Y así vas como un pelotilla de ping-pong, de una lado al otro, de un lado al otro, una y otra vez.
Entonces llegas a un momento en que empiezas a intentar escuchar a lo que tu cuerpo te dice, te enseña. Es como hacer las paces con el enemigo que ni sabías que tenías. Y todo se hace más calmo, parece que hay un trabajo en grupo en el que tú, finalmente, tienes voz.
Pero no te iludas. Tienes voz mientras él deja que tengas.
Y es entonces que tú empiezas a ser. Sí, eso, ser, existir, estar, vivir. Cuando entiendes que hay cosas que no tienes control y está bien. Cuando sabes que lo que importa es ahora, hoy, y está bien. Cuando tus sueños se hacen más simples, más personales, menos a lo grande, y está bien.
No tengo ni idea de lo que mi cuerpo me va a traer en el futuro. Vivo con las cicatrizes, muchas, literales, físicas, y también las psicológicas de todo lo que mi cuerpo me hizo pasar. Cada una de ellas cuenta una historia. En algunas hay música. Otras, no me gusta verlas. Unas no me recuerdo, otras todavía pican mismo después de tantos años. Otras me duelen, algunas ni hay sensación. ¡Algunas son llenas de colores!
Pero cada día es un día, y hoy, con dolor o no, rascándome la piel o teniendo sensaciones “fantasmas”, yo escojo sonreír. Como casi todos los días de mi vida.
Pero, ¡ojo! Jamás dejo mis lágrimas presas, ni en días buenos o malos, lágrimas de emoción o de miedo. Ellas son cómo el agua que me limpia los dolores y malos recuerdos por dentro. Y tienen que salir de dentro de mí, pues si no salen, más mal me voy, yo misma, a hacer y nunca conseguir reunirme en aquél bar a tomarme unas copas con mis órganos, sangre, piel, y pensamientos. Incoerentes, pero míos.
¡Todavía soy mi color en el medio de la tormenta!